Foto: Maria Marta Gimenez
Como cualquier niña, soñé alguna vez con ser una princesa. Quizás no exactamente como las de los cuentos, pero si una linda princesita que un dia encontraría a su príncipe azul, se enamorarían locamente, y formarían un pequeño imperio juntos donde eventualmente serían los reyes y vivirían felices para siempre.
Empecé a crecer, y muy temprano en la vida me percaté de que quizás el cuento de hadas no había sido escrito con mi personaje cómo protagonico. Pero siendo la niña soñadora y excesivamente romanticona que siempre fui, traté de aferrarme a mi coronita imaginaria de diamantes lo más que pude. Y escribía historias, imaginaba sueños y finales felices, en mi mente me casaba una y otra vez con un príncipe, alto, fuerte, pero nunca envisione su cara. Mi príncipe nunca tuvo rostro. Me pregunto si es por eso que me ha sido tan difícil reconocerlo.
Lo que sucede es que por mucho que uno se empeñe en cambiar los caminos, hay cosas que no podemos cambiar, y hasta que no las aceptemos, no podremos estar a tono con el sendero de nuestro verdadero destino. Mi corazón estaba resuelto a la realeza, y me vesti para la ocasión como toda una heredera de un gran reino.
Pero a medida que fueron pasando los años, me empecé a dar cuenta, que probablemente estaba viviendo un engaño de los mas peligrosos. Empezaron los ataques, las carreras, las guerras, y yo, corría. Con mis zapatillas de tacón, con mi vestido de chiffon, con mi coronita de diamantes. Nunca pensé en defenderme, las princesas siempre tienen un escolta, un ejercito que pelea por ellas…¿Porque yo no? Entonces lloraba, como la víctima de mi propio engaño, de mi propia ilusion rota.
Después de varias carreras, y ver mis taconsitos gastados y mi vestido roto, me cansé de correr de los dragones. Me cansé de fingir ser la princesa que se esconde detrás de un vestido, de una corona, y de una sonrisa para disfrazar que llora en silencio aferrada a un sueño.
Entonces, por primera vez, decidí seguir mi instinto.
Estaba sentada frente a un mar de lava, y volaban dragones endemoniados en mi dirección. De su boca lanzaban columnas de fuego, que me quemaban las cejas, y se acercaban justo para que sintiera su aliento y me llanara de terror. Pero lo q sentía era rabia. Las palmas de mi mano se llenaron de sudor, se que lo podian oler, y me lamian las manos con su lenguas ásperas. Me arañaban mi vestido de chiffon, y uno, el mas fuerte, el mas atrevido, en un descuido mío, se lanzó hacia mi pecho y me traspasó el corazón con sus garras.
Miré a mi alrededor; estaba sola. Rodeada de enemigos, sangrando, con poca fuerza, pero determinada a sobrevivir. Ya mi cabello no era lacio, ahora era riso, salvaje, loco.
En ese instante, arranqué los tacones de mis zapatos, y me safé el vestido. Me quité la corona, que utilizaría como arma en contra de mis agresores. En ese momento comprendí que tenía que pelear para sobrevivir. Yo no nací para la corona, ni para que alguien me protegiera y peleara por mí. Yo nací, y he sido entrenada para luchar. Yo quería ser princesa, sin saber que había nacido para guerrera.
Con el cuerpo marcado de cicatrices, algunas tan profundas que ni yo ya puedo encontrar, decidí enfrentar mi destino. Salir al paso como la mujer llena de valor mas que de sueños. Ahora, encontrarme con una espada en la mano, se siente mas natural que una flor, y el cuero sobre mi piel, pega mas que el chiffon.
¿Y el principe azul?
Para los efectos, no tiene que ser azul, me conformo con que sea moreno. Ya no sueño con el principe que llega en un caballo blanco a mi rescate, a darme un beso mientras duermo.
Mi príncipe, viene montado en un dragón, porque también viene de una batalla. Y no viene en busca de mí, como yo, el esta enfocado en sobrevivir. Mi príncipe no trae flores, trae un escudo, y viene sudado de la batalla con los ojos resplandecientes del brillo de las victorias.
No lo voy a encontrar en un castillo, si coincidimos, será en algún campo de batalla decapitando monstruos, y lanzando granadas.
Tiene que ser mas fiera yo, valiente, con sangre fría. Que cuando me mire a los ojos sepa que hay cosas que no puedo contar, sepa que hay armas que no puedo ni estoy dispuesta a bajar. El tiene que estar dispuesto a aceptar que yo no voy a dejar que el luche por mi, y tiene que ser terco lo suficiente para aun intentar rescatarme. El va a saber que yo puedo luchar sin el, también va a entender que puedo luchar por el, y no seremos reyes de un castillo, seremos guerreros, gitanos, invencibles, con un ejercito de criaturas místicas que pelean a nuestro favor.
El entenderá que mi fuerza no viene de mí, sino viene de un ser que me hizo como soy, y sabrá que no se criar principes ni princesas, que en mi casa se crían soldados de la vida para los cuales la única opcion de vencer es luchar.
Mi príncipe, se sentirá orgulloso de mis cicatrices, y yo de las suyas. Y entenderá que no hay final feliz, porque cada cosa, aun la muerte es un comienzo. El va a saber que cuando me toca, lo puede hacer con las manos llenas de sangre, que eso no me asusta. Ni los cayos en sus manos me hacen daño. El va a saber que mi corazón ya está roto, y el no lo puede reparar, lo único que puede hacer es quererlo así para que me duela menos.
Mi príncipe entenderá que luchar juntos une mas que el sexo, y que el sexo es nuestro mundo imaginario donde yo puedo bajar la guardia, y el puede montar su caballo blanco.
Yo quería ser princesa. Me criaron para serlo, el mundo giró por años alrededor de esa idea. Pero yo nací marcada por la lucha. La interna, la profunda, la que acaba solo cuando te acabas tú. Las guerreras casi siempre terminamos solas, porque estamos equipadas para estarlo. Y los guerreros casi siempre buscan princesas para rescatar. Lástima, no soy princesa, y mi guerra la peleo yo. Con mis tacones de aguja, con mi cerebro de espada, con mi intuición de escudo, y con mi corazón de brújula.
El hombre que penetre mi mundo, no puede ser un principe encantado, tiene que ser un enviado del destino que sepa mantener secretos de guerra, que tenga tácticas de pelea, que sea fiel al bando que pelea por el, y que entienda que aún las guerreras necesitamos sentir que que aunque nos toque pelear solas, hay alguien en casa que desea con todas sus fuerzas que ganes la guerra, y va a estar allí esperando con ansias verte entrar por la puerta, llena de heridas, exhausta y ansiosa a la vez. Y va a sentarte en sus piernas, te va a besar las heridas y se va a sentir orgulloso de lo que eres.